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modelo, el mirlo blanco, nunca me riñen ––¿verdad, señorita?–– y siempre me porto
tan bien como hoy. ¡Para ti seré como una segunda madre!
La señorita Sergent se divierte sin querer aparentarlo, Rahastens me admira y la
mirada de la novata expresa sus dudas sobre mi salud mental. Pero ya está, ya he
jugado bastante con la pequeña Luce, que no se ha apartado de su hermana mayor,
que la llama «tontita». Ha dejado de interesarme. Y pregunto a bocajarro:
––¿Dónde va a acostarse esta niña, si todavía no hay nada terminado?
––Conmigo ––responde Aimée.
Me muerdo los labios, miro directamente a la directora y digo con voz bien clara:
––¡Vaya una lata!
Rabastens se ríe tapándose la boca (¿es que sospecha algo?) y emite la opinión de
que, tal vez, podríamos empezar a cantar. Claro que podríamos; e incluso cantamos.
La novata se hace la desentendida y permanece muda obstinadamente.
––¿No sabe usted música, señorita Lanthenay junior? ––pregunta el exquisito
Antonin, con su mejor sonrisa de viajante de vinos.
––Sí, señor, un poco ––responde la pequeña Luce, con una débil voz cantarina,
que debe resultar agradable al oído cuando el temor no la ahoga.
––¿Pues entonces?
Pues entonces nada de nada. ¡Deja tranquila de una vez a la chiquilla, palurdo
conquistador!
En este preciso instante, Rabastens me susurra:
––Por lo demás, creo que de poco van a servir las lecciones de canto si las
señoritas se encuentran fatigadas.
Miro a mi alrededor, estupefacta por su audacia al hablarme casi al oído; pero ha
calculado bien: todas mis compañeras se ocupan de la novata, le hacen zalamerías y le
hablan con dulzura. Ella corresponde con gentileza, ya mucho más tranquila al
comprobar la buena acogida que se le dispensa. En cuanto a la gatita Lanthenay y a su
amada tirana, replegadas al pie de la ventana que da al jardín, se han olvidado por
completo de nosotros. El brazo de la señorita Sergent enlaza el talle de Aimée y
hablan entre sí con voz inaudible o tal vez ni siquiera hablan, que viene a ser lo
mismo. Antonin, que ha seguido la dirección de mi mirada, no se priva de reírse.
––¡Qué a gusto están juntas!
––Eso parece. ¿No le parece conmovedora esa amistad, señor?
Esta rechoncha alma de cántaro es incapaz de esconder sus sentimientos y
exclama en voz baja:
––¿Conmovedora? ¡Yo diría más bien que resulta embarazosa para los demás! El
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Librodot
Claudine en la escuela
Colette 38
domingo por la tarde vine a traer los cuadernos de música, y las dos señoritas se
encontraban aquí, a oscuras. Entré (después de todo la clase es un lugar público, ¿no
es cierto?) y a la luz del crepúsculo entreví a la señorita Sergent y a la señorita Aimée,
la una junto a la otra, besándose como dos pichoncitos. ¿Quiere usted creer que ni
siquiera se inmutaron? No, qué va; simplemente la señorita Sergent se volvió hacia mí
preguntando con voz lánguida: «¿Qué hay?» Bueno, yo no soy tímido, pero me quedé
de una pieza frente a ellas.
(Ay, este cándido profesor adjunto siempre tan charlatán, sin saber que no me dice
nada que yo no sepa. Pero se me olvidaba lo más importante.)
––¿Y con su colega, señor? ¿Debe ser muy feliz ahora que está prometido con la
señorita Lanthenay?
––Sí, pobre muchacho... aunque a mí me parece que no tiene muchos motivos
para serlo.
––¡Oh! ¿Por qué dice usted tal cosa?
––Bueno... la directora hace lo que quiere de la señorita Lanthenay, y eso no es
muy agradable para un futuro marido. A mí personalmente me molestaría bastante
que mi mujer se viese dominada de esa manera por alguien que no fuera yo.
Estamos de acuerdo. Pero las demás han terminado su interrogatorio a la novata,
por lo que será más prudente dar por terminada la conversación. Cantemos... Nada,
inútil: ahí tenemos a Armand, que ha osado entrar interrumpiendo el tierno cuchicheo
entre las dos mujeres. Se queda extasiado frente a Aimée, que coquetea con él,
abriendo y cerrando sus párpados de rizadas pestañas, mientras la señorita Sergent le
contempla embelesada, con la mirada enternecida de una madrastra que ha colocado a
su hija. Las conversaciones de mis compañeras se prolongan hasta que suena la hora.
Rabastens tiene razón, después de todo: ¡qué divertidas son estas lecciones de canto!
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