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Me entraban escalofríos; un mínimo azar, y mi esperanza, mi más audaz esperanza,
tomaba forma. La felicidad que me caería en suerte pendía de un hilo finísimo que en
cualquier momento, por lo que sea, podía romperse.
¿No me habrían ocurrido ya miles de cosas milagrosas? ¿Cosas de las cuales la
humanidad ni siquiera sospecha que existan?
¿No era acaso un milagro que en el transcurso de pocas semanas se hubiera
despertado en mí una capacidad artística que me elevaba ya muy por encima del término
medio?
¡Me encontraba sólo al principio de este camino!
¿No tenía ningún derecho a la suerte?
¿Es que misticismo significa falta de deseos?
Yo acentuaba el «sí» en mí: ¡soñar sólo una hora, un minuto, una corta existencia
humana!
Soñaba con los ojos abiertos:
Las piedras preciosas que estaban sobre Ía mesa crecían y crecían y me rodeaban por
todas partes con cascadas de colores. Árboles de ópalo formaban grupos y reflejaban las
olas de luz del cielo que brillaba azulado, como las alas de una gigantesca mariposa
tropical en una lluvia de chispas, sobre una infinita pradera llena de un ardiente aroma
estival.
Tenía sed y refresqué mis miembros en el rostro helado de los arroyos que corrían
sobre rocas de brillante nácar.
Un hálito templado acariciaba las laderas, cubiertas de flores y de capullos, y me
emborrachaba con el olor de los jazmines, los jacintos, los narcisos, las adelfas.
¡Insoportable! ¡Insoportable! Hice desvanecer la imagen. Tenía sed.
Esas eran las torturas del paraíso.
Abrí de golpe las ventanas y dejé que el viento acariciara mi frente.
Olí la primavera que se acercaba. ¡Miriam!
Me veía obligado a pensar en Miriam. En cómo tuvo que sujetarse a la pared para no
caerse de excitación cuando vino a contarme que había sucedido un milagro, un
verdadero milagro: había encontrado una moneda de oro en el pan que el panadero le
había pasado a través de las rejas en el alféizar de la ventana de la cocina.
Busqué en mi bolsa. Esperando que no fuera ya demasiado tarde, y que llegara todavía
a tiempo para, por medio de un encantamiento, darle de nuevo un ducado.
Me había venido a ver a diario para hacerme compañía, como ella decía, pero no
hablamos casi nada, tan «llena» estaba ella de su milagro. El hecho la había trastornado
en lo más profundo de sus entrañas y cuando pienso en cómo a veces se ponía, de
pronto, sin motivo aparente, únicamente con el recuerdo, pálida hasta los labios, me
mareo con el solo pensamiento de que en mi ceguera hubiera hecho cosas cuyo alcance
era infinito.
Me entraba un terrible escalofrío al recordar las últimas y oscuras palabras de Hillel a
este respecto.
La pureza de la finalidad no era ninguna disculpa para mí; el fin no justifica los medios,
eso lo reconocía.
¿Y qué pasaba si además la finalidad de «querer ayudar» no era más que
aparentemente «pura»? ¿No había acaso una mentira oculta detrás de todo ello? ¿El
deseo propio e inconsciente de hacer el papel de auxiliador?
Empezaba a volverme loco a mí mismo.
Estaba claro que había juzgado a Miriam demasiado superficialmente.
Sólo por el hecho de ser hija de Hillel tenía que ser distinta a las demás muchachas.
¿Cómo podía haber sido tan temerario para intervenir de un modo tan insensato en una
vida interior que quizá era infinitamente superior a la mía?
Sólo el corte de su rostro, que encajaba cien veces más en la época de la sexta
dinastía egipcia y que incluso para esa época era demasiado espiritual que en la
nuestra, con sus rasgos de hombres racionalistas, debía habérmelo advertido.
No sé dónde leí en cierta ocasión: «Sólo el tonto desconfía del aspecto exterior.» ¡Cuan
exacto! ¡Cuan exacto!
Miriam y yo éramos ahora buenos amigos; ¿debería confesarle que había sido yo quien
había escondido día tras día los ducados en el pan?
El golpe sería demasiado repentino. La atolondraría.
No debería atreverme a eso. Debía actuar con más cuidado.
¿Debilitar de algún modo el milagro? ¿Poner el dinero, en lugar de en el pan, en la
escalera, de forma que lo tuviese que encontrar al abrir la puerta, etc. ¿Encontraría algo
nuevo, menos basto, algún camino que la extrajera poco a poco de lo milagroso para
volver a lo cotidiano? Esto me consolaba.
Sí. ¡Eso era lo correcto!
¿O acaso romper el nudo? ¿Contárselo a su padre y pedirle consejo? El rubor me
subía a la cara. Para dar este paso habría tiempo, cuando todos los demás medios
hubieran fallado.
Pero ¡manos a la obra! ¡No perder tiempo!
Se me ocurrió una buena idea: debería llevar a Miriam a algún lugar muy especial,
arrancarla durante unas horas del ambiente acostumbrado para que recibiera otras
impresiones.
Tomaríamos un coche y daríamos un paseo. ¿Quién nos conocería si evitábamos el
barrio judío?
¿Quizá le interesara ver el puente derrumbado?
El viejo Zwakh, o una de sus antiguas amigas, podría acompañarla si le parecía terrible
que yo fuera solo con ella.
Estaba firmemente decidido a no aceptar ninguna negativa.
En la puerta casi choqué con un hombre.
¡Wassertrum!
Debía haber estado espiando por la cerradura, pues estaba inclinado cuando tropecé
con él.
¿Me buscaba? pregunté con brusquedad.
Tartamudeó unas palabras de disculpa en su imposible jerga; después asintió.
Lo invité a que entrara y se sentara, pero él se quedó junto a la mesa dando vueltas,
nervioso, a la cinta del sombrero. En su cara y en cada uno de sus movimientos se
reflejaba una profunda enemistad que en vano trataba de ocultar.
Nunca había visto antes a este hombre tan de cerca. No era su horrible fealdad lo que
me repugnaba tanto (ya que su fealdad casi me hacía sentir compasión por él: parecía
una criatura a la que la misma naturaleza había pisoteado la cara al nacer, de rabia y
asco), era otra cosa, algo imperceptible, algo que salía de él, lo que tenía la culpa.
La «sangre», como Charousek lo había denominado con acierto.
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