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para recibir ampliamente la paternidad en Cristo. De esta forma, pues, manifiestan delante de los
hombres que quieren dedicarse al ministerio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con
un solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen casta, y con ello evocan el misterioso
matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia
tiene a Cristo como Esposo único. Se constituyen, además, en señal viva de aquel mundo futuro,
presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni mujeres.
Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio se
recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran
promovidos al Orden sagrado. Este Santo Concilio aprueba y confirma esta legislación en cuanto se
refiere a los que se destinan para el presbiterado, confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan
conveniente al sacerdocio del Nuevo Testamento, les será generosamente otorgado por el Padre, con tal
que se lo pidan con humildad y constancia los que por el sacramento del Orden participan del sacerdocio
de Cristo, más aún, toda la Iglesia. Exhorta también este Sagrado Concilio a los presbíteros que,
confiados en la gracia de Dios, recibieron libremente el sagrado celibato según el ejemplo de Cristo, a
que, abrazándolo con magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad,
reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado y que tan claramente ensalza el Señor, y pongan ante
su consideración los grandes misterios que en él se expresan y se verifican. Cuando más imposible les
parece a no pocas personas la perfecta continencia en el mundo actual, con tanto mayor humildad y
perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha
sido negada a quienes la piden, sirviéndose también, al mismo tiempo, de todas las ayudas
sobrenaturales y naturales, que todos tienen a su alcance. No dejen de seguir las normas, sobre todo las
ascéticas, que la experiencia de la Iglesia aprueba, y que no son menos necesarias en el mundo actual.
Ruega, por tanto, este Sagrado Concilio, no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que
aprecien cordialmente este precioso don del celibato sacerdotal, y que pidan todos a Dios que El
conceda siempre abundantemente ese don a su Iglesia.
Posición respecto al mundo y los bienes terrenos, y pobreza voluntaria
17. Por la amigable y fraterna convivencia mutua y con los demás hombres, pueden aprender los
presbíteros a cultivar los valores humanos y a apreciar los bienes creados como dones de Dios. Aunque
viven en el mundo, sepan siempre, sin embargo, que ellos no son del mundo, según la sentencia del
Señor, nuestro Maestro. Disfrutando, pues, del mundo como si no disfrutasen, llegarán a la libertad de
los que, libres de toda preocupación desordenada, se hacen dóciles para oír la voz divina en la vida
ordinaria. De esta libertad y docilidad emana la discreción espiritual con que se halla la recta postura
frente al mundo y a los bienes terrenos. Postura de gran importancia para los presbíteros, porque la
misión de la Iglesia se desarrolla en medio del mundo, y porque los bienes creados son enteramente
necesarios para el provecho personal del hombre. Agradezcan, pues, todo lo que el Padre celestial les
concede para vivir convenientemente. Es necesario, con todo, que examinen a la luz de la fe todo lo que
se les presenta, para usar de los bienes según la voluntad de Dios y dar de mano a todo cuanto
obstaculiza su misión.
Pues los sacerdotes, ya que el Señor es su «porción y herencia» (núms. 18, 20), deben usar los bienes
temporales tan sólo para los fines a los que pueden lícitamente destinarlos, según la doctrina de Cristo
Señor y la ordenación de la Iglesia.
Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, según su naturaleza, deben administrarlos los sacerdotes
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