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cómo se ha extendido el imperio de las conveniencias, cuánto se han
limitado los vigorosos y libres instintos naturales, como la imagina-
ción llena de vida está sometida a la pura inteligencia y qué distancia
tan grande nos separa de aquellos tiempos medio paganos, rebosantes
de sensualidad, pero pintorescos en todos sus aspectos, tiempos en los
que la vida corporal no se veía empequeñecida a causa de la vida del
espíritu:
Fui a la comedia el domingo por la noche; monseñor Rangoni
me introdujo donde estaba el Pontífice con sus jóvenes y reverendísi-
mos cardenales, en una antecámara de Cibo. Su Santidad se paseaba
por allí, dejando pasar sólo a aquellos cuya calidad le parecía conve-
niente, y cuando se reunió el número que juzgaba oportuno nos diri-
gimos al local destinado a la comedia. Nuestro Santo Padre se colocó a
la puerta, y sin decir palabra, dando su bendición, autorizaba la entra-
da de quien le placía. Una vez dentro de la sala, veíase la escena a un
lado; en el otro, un lugar al que se ascendía por algunas gradas, donde
fue colocado el asiento del Pontífice, el cual, después de la entrada de
la gente secular, se colocó en su silla, levantada cinco escalones sobre
el suelo, rodeado de los reverendísimos y embajadores. Sentáronse
todos conforme a su rango, y después de ser recibido el público, que
bien podrían ser dos mil personas, al sonar unos pífanos descendió el
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Hipólito Adolfo Taine donde los libros son gratis
telón, en el cual estaba pintado el hermano Mariano con muchos dia-
blillos que jugueteaban en él a cada lado del telón, en el centro del
cual había una inscripción que decía Estos son los caprichos del her-
mano Mariano. Escuchóse una música, y el Papa, con sus lentes, ad-
miraba la escena, que era muy bella, hecha por mano de Rafael; a
decir verdad, presentaba un hermoso golpe de vista, con perspectivas y
salidas que fueron muy celebradas. Su Santidad admiraba también el
cielo, que estaba representado de manera maravillosa; los candelabros
estaban formados por letras, y cada letra sostenía cinco antorchas que
decían: Leo X Pont. Maximus. El Nuncio compareció en la escena y
recitó un argumento; burlóse del título dela comedia, los Suppositi, de
tal suerte que el Papa se rió de muy buena gana con los demás concu-
rrentes y, por lo que pude comprender, los franceses quedaron algo
escandalizados del asunto de los Suppositi. Recitaron la comedia, que
fue muy bien dicha, y entre cada acto había un intermedio de música
con los pífanos, cornamusas, dos cornetines, violas, laúdes y el órgano
pequeño de tan variados sonidos que fue regalado al Papa por el ilustre
monseñor, de feliz memoria; había también una flauta y una voz que
agradó mucho; también hicieron un concierto de voces, que, según mi
entender, no fue tan acertado como las otras obras musicales. El últi-
mo intermedio fue la Morisca, que representaba la fábula de la Gorgo-
na con bastante primor, pero no con la perfección acostumbrada en el
palacio de vuestra señoría. Así terminó la fiesta. El auditorio comenzó
a retirarse, y con tal prisa y tal barullo que, habiéndome la suerte lle-
vado contra un banco, en poco estuvo que no me partiese una pierna.
Bondelmonte recibió un violento empujón de un español, y mientras el
primero comenzaba a dar de puñadas al segundo, tuve facilidad para
poder escapar. Cierto es que la pierna estuvo muy en peligro, pero me
encuentro bien pagado de este contratiempo con la solemne bendición
y la grata sonrisa con que me obsequió nuestro Santo Padre.
El día que precedió a aquel sarao hubo una carrera de caballos
en la cual se vio un grupo de jinetes, vestidos de diversas maneras a
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Filosofía del arte donde los libros son gratis
usanza morisca y capitaneados por monseñor Corner; y otro grupo
ataviado a la española, con trajes de raso de Alejandría, con forros de
seda de colores cambiantes, capuchón y justillo y que llevaba como
jefe a Serapica con numerosos lacayos de servicio. Esta última tropa se
componía de veinte jinetes; el Papa había dado cuarenta y cinco duca-
dos a cada uno de los caballeros, y en verdad que la librea era hermo-
sa, con escuderos y trompetas de los mismos colores de las sedas.
Llegados a la plaza comenzaron a correr de dos en dos hacia la puerta
del palacio, en cuyas ventanas se hallaba el Papa, y habiendo termina-
do esta carrera, los de Serapica se retiraron al otro lado de la plaza y
los de Corner hacia San Pedro; los de Serapica, tomando las cañas,
vinieron a atacar a los de Corner, que también tenían las suyas; los de
Serapica lanzaron las cañas contra los de Corner, los cuales hicieron
lo mismo con su rival, y ambos se acometieron y lanzaron unos contra
otros, lo que era hermoso de ver y sin peligro alguno. Admiráronse
muy hermosos caballos y yeguas españolas. Al día siguiente hubo co-
rrida de toros; yo estaba con el señor M. Antonio, como he dicho an-
tes. Tres hombres murieron; cinco caballos fueron heridos; dos de
ellos han muerto, y entre otros uno de Serapica, un hermosísimo caba-
llo español que le derribó por tierra y le hizo correr un gran peligro,
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