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228. He aquí a lo que se reduce la pretendida filantropía: una
crueldad refinada, a una injusticia que indigna. Se piensa en el bien del
culpable, y se olvida su delito; se favorece al criminal, y se posterga a la
victima. La moral, la justicia, la amistad, la humanidad, no merecen
reparación; todos los cuidados es preciso concentrarlos sobre el
criminal, tratándole como a un enfermo a quien se obliga a tomar una
medicina repugnante o a quien se hace una operación dolorosa. Para la
moral, la justicia, la víctima, para todo lo más sagrado e interesante que
hay sobre la tierra, sólo olvido; Para el crimen, para lo más repugnante
que imaginarse pueda, sólo compasión.
Contra semejante doctrina protesta la razón, protesta la moral,
protesta el corazón, protesta el sentido común, protestan las leyes y
costumbres de todos los pueblos, protestan en masa el género humano.
Jamás se han dejado de mirar los castigos como expiaciones; jamás se
ha considerado la pena como simple medio de corrección; jamás se ha
limitado a la mejora del culpable, prescindiendo de la reparación debida
a la justicia.
229. El carácter expiatorio de la pena es conforme a las costumbres
religiosas de todos los pueblos, quienes han creído siempre que, para
aplacar a la divinidad, era preciso ofrecer una mortificación del culpable
o de algo que le represente. De aquí la efusión de sangre en los
sacrificios; de aquí la consumación de las víctimas por el fuego; de
aquí las penas voluntarias que se han impuesto los individuos y los
pueblos, cuando han querido desarmar la cólera divina. Los culpables
vengaban en sí propios la culpa para prevenir la venganza del cielo.
¡Tan profundamente grabada tenían en su espíritu la idea de la
necesidad de reparación, y de restablecer el equilibrio moral con el
castigo de los contraventores!
230. En este caso, como en todos los demás, se hallan en pro de la
verdad, la razón, el sentido común, los sentimientos, las costumbres, la
conciencia del género humano, la legislación, las tradiciones primitivas;
la verdad, que es la realidad, se halla en armonía con las otras
realidades; el error, que es la ficción humana choca con todo, y no
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puede descender al campo de los hechos sin desvanecerse como el
humo.
231. Nótese bien que, al combatir la doctrina contraria, no me
propongo sostener que las penas, no hayan de ser correccionales; por
el contrario, afirmo que, en cuanto sea posible, no debe el legislador
perder nunca de vis ta un objeto tan importante. El carácter expiatorio se
realza y embellece cuando, a más de ser una justa reparación en el orden
moral, es un medio para la enmienda del culpable: ¿qué más puede
desear el legislador que reparar el desorden en sí mismo, y restituir al
orden al que lo había infringido? Las leyes humanas deben proponerse
este objeto, en cuanto sea compatible con la justicia; imitando en ello a
la ley divina, la cual no castiga sino para mejorar, excepto el caso en
que, llenada la medida, cierra el Juez supremo los tesoros de su miseri-
cordia y descarga sobre el culpable el formidable peso de la justicia.
232. La mayor parte de los desórdenes llevan consigo cierta pena
en sus efectos naturales: la gula, la embriaguez, la destemplanza, la
pereza, la ira, todos los vicios producen males físicos que pueden
considerarse como otras tantas penas que al propio tiempo nos sirven
de freno contra el desorden, y de paternal amonestación para que no
nos apartemos del camino de la virtud. Dios ha establecido en nuestra
misma organización un sistema penal de corrección, castigando el
desorden con el dolor, y haciendo necesarias las privaciones para el
restablecimiento del orden. El glotón satisface su apetito desordenado,
pero sufre en consecuencia las molestias y dolores de la indigestión;
siendo notable que la ley física de su restablecimiento es una privación:
la dieta.
En los demás vicios hallamos un orden semejante: la pena tras el
delito, la privación del goce, para curar el mal físico; así las leyes
mismas de la naturaleza nos ofrecen una serie de penas correccionales y
expiatorias, manifestándose en esto la sabiduría que ha presidido al or-
den físico y moral, e indicando que es una sola mano la que lo arreglado
todo, pues que, entre cosas tan diferentes, hallamos tal enlace, tal
concierto y armonía.
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CAPÍTULO XXVIII
Inmortalidad del alma - Premios y penas de la otra vida
233. Por el orden mismo de la materia nos hallamos conducidos a tratar
de los premios y penas de la otra vida, lo cual se liga con la inmortalidad
del alma y demás doctrinas religiosas. ¿A qué se reduce la religión, si
después de esta vida no hay nada? Si el alma muere con el cuerpo, es
inútil hablarle al hombre de moral y religión: este sería el caso en que,
sin duda, respondiera: comamos y bebamos, que mañana moriremos. En
la fugacidad de la vida, en ese bello sueño que pasa y desaparece, los
instantes de placer son preciosos, si a ello se limita nuestra existencia;
no hay entonces razón alguna para dejar de aprovecharlos; la conducta
epicúrea es consecuencia muy lógica de las doctrinas que niegan la
inmortalidad del alma.
234. Así como el principio de una cosa puede ser por creación o
por formación, según que empieza de nuevo en su totalidad, o se
compone de algo que antes existía; así también el fin puede ser por
aniquilamiento o por disolución, según que se reduce a la nada, o se
descompone por la separación de las partes. Una máquina no empieza
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